jueves, 2 de julio de 2015

MADRID Y DENIA


Cabalgo a lomos de un amasijo de hierros en forma de pato que me lleva a la Capital del Reino. Tal vez de ahí venga el nombre de AVE, aunque dicen que se lo debe a esa velocidad tan vertiginosa que impide contemplar los paisajes patrios. En Madrid resuelvo unos problemas administrativos tras lo cual dejo que mis pies me lleven por Chamberí donde he quedado a comer en una vieja tasca.  Hace un sol de justicia y bebemos cerveza bien fría. Ella habla de los problemas con su marido, de sus continuas infidelidades y yo, como de costumbre, callo y escucho.  En verdad no encuentro ningún interés morboso o folletinesco en conocer la vida y milagros del prójimo. Sin embargo, mi amiga insiste en contármelo con todo detalle.  Ni por un momento se le pasa por la cabeza que yo pueda necesitar algo o  haber tenido algún percance.  Desgraciadamente en esta conversación se resumen muy bien los dos últimos años de mi existencia; amistades de más allá de los mares que desaparecen sin dar explicaciones. Malos modos y un desinterés absoluto por las cosas de un servidor. Incluso hay quien defiende que no se me deben contestar ni a los mensajes de pésame. Mi conclusión es contundente; yo no merezco más. La culpa no es de los otros sino mía. Habría de levantarme de ésta, y de otras mesas, para no volver a sentarme jamás.
Si defiendo el campo en nombre de Virgilio y la urbe en homenaje a esa música rebelde que es el rock and roll, debería también defenderme buscando ese idealismo platónico en el tema de la amistad. No es de recibo que haya aguantado tanto. Así que he decidido obviar a casi el 99% de las amistades pasadas y seguir avanzando sin equipaje alguno. Abandono Madrid con una maletita y me planto en Denia en menos que canta un gallo.  Camino feliz entre las zonas de Les Marines y me detengo en Albaranes, Els Molins y les Deveses. Una delicia mediterránea que amo profundamente. Voy a hacer unas fotos a la torre del Gerro- jarrón para no iniciados- que luce el escudo del Emperador Carlos I.  La brisa marina me acaricia el cabello y, sin saber por qué, recuerdo como una vez vi allí a una mujer en correr de la lluvia con esa cara compungida que se les pone a las personas al entrar en contacto con el líquido elemento.

Denia sigue extendida en esa bahía natural al pie del Montgó cuyos barrios más antiguos son les Roques y el de la Baix la Mar.  Sin olvidarme de su castillo encantado o eso me contaban  de niño.  Decido sentarme a probar unas viandas en un restaurante no demasiado alejado de mi pensión. Me decanto por la popular gamba roja de Denia hervida y por una cazuela marinera- el suquet-. De pronto llega una mujer muy bella de piernas largas y cabellos dorados con la que entablo una conversación en valenciano que dura dos horas pero que , por supuesto,  parecen segundos.
Hablamos sobre Anton Galler ese criminal de guerra que vivió en Denia hasta su muerte y cuyos restos, a nadie debería sorprenderle, se encuentran en la tumba número 12 del camposanto. Eva, que así se llama la Dianense, me dice que el jubilado austriaco vivía en el número 45 de la calle Partid Florida. Ese simpático centroeuropeo dirigió la masacre en el pueblo montañés de Sant Anna donde asesinaron a 400 civiles , muchos de ellos niños y mujeres. Finalmente me planto en el cementerio para contemplar el nombre esculpido en mármol negro del que fuera una de los nazis más buscados del mundo. Empero, no es el único nazi que eligió este cementerio como última morada. Horas más tarde, Eva ya me ha mandado un listado con los nombres de todos los nacionalsocialistas.
Me pregunto si esos asesinos olvidarían sus crímenes en un lugar tan mágico y sereno como Denia. Tal vez no tendrían remordimiento alguno. Ese perro fantasma que a veces se nos aparece a los pies de la cama para darnos bocados en el corazón o, en la memoria. En cualquier caso, la historia da para un reportaje y me lanzo a ello. Escribo hasta bien entrada la madrugada. De la lontananza me llegan los ladridos de un perro y una conversación queda bajo una farola. Me acuesto al fin pensando en la cantidad de conocidos que se me murieron en la memoria. Les condeno yo al olvido como ellos me sentenciaron a la indiferencia. Mañana tomaré el ferry que me lleva de Denia a Menorca.  De súbito una enorme sonrisa se me dibuja en la boca. Madrid y el pasado  quedan ya tan lejos.

Sergio Calle Llorens

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