LOS TERCIOS


Un cielo plomizo y triste alumbra un nuevo día en el campamento español. La triste arboleda está cubierta por el rocío norteño de la madrugada, ya pretérita. Junto al fuego, unos soldados acercan sus manos tratando de captar algo de calor para sus maltrechos cuerpos. El frío holandés es intensamente gélido y los nuestros añoran el sol de España, pero no hay tiempo para nostalgias. Han venido a esas tierras herejes para culminar un trabajo. Ya hace días que persiguen a ese ejército rebelde que ha corrido a refugiarse tras los muros de la ciudad. Sólo es cuestión de tiempo que les den alcance. Si todo va bien, cuando comience a despuntar el crepúsculo, la batalla estará ganada. Los rebeldes cenarán esta noche en compañía del diablo, a los viejos tercios de Flandes les va el honor en ello.



Alguien hace sonar el tambor mayor llamando a los soldados a reunión, que sin más dilaciones se presentan ante el maestre de campo. Éste, luce botas altas y una borgoñota. Golpea sus guantes contra sus manos desnudas y arenga a la tropa. Sabe de lo que son capaces esos hombres de aspecto fiero y piel tostada. La mayoría son soldados veteranos, curtidos en mil batallas, y todas ganadas. El asunto es muy simple, los holandeses están contra la espada y la pared: Huyen en una nueva marcha frenética o les plantan cara. Al parecer, los herejes han optado por lo segundo. ¡Que dios les asista!

El capellán del tercio recorre las compañías de arcabuceros y piqueros que han hincado rodilla en tierra dándoles la absolución. Es la única ocasión en la que se puede tener la visión de ver a esos hombres postrados. Un soldado español sólo se arrodilla ante dios o ante su rey. Ha llegado el momento que tanto habían estado esperando.

Un cuervo grazna como heraldo de infortunio y muerte en las filas españolas, mientras las banderas comienzan a marchar orgullosas en dirección a los holandeses. No hay voces, todo se dice en voz queda para espanto del enemigo, que ven como esa maquina de matar se les acerca sin remisión en formación de combate. En el centro, los piqueros, coseletes delante, bien herrados. Apoyados por las picas y cerrando los flancos los arcabuceros, cuyas mechas encendidas anuncian la inminencia del combate.
 
Una ligera brisa trae al lado español el olor inconfundible del enemigo. De pronto como una aparición espectral, comienzan a salir del bosque los rebeldes. Son superiores numéricamente a nuestros tercios. Marchan algo desordenados, y vociferan de forma exagerada. Son fuertes, altos y rubios. Sin más preámbulo comienzan a disparar, pero están demasiado lejos para hacerles daño. El maestre de campo, que no se deja impresionar, espera a que el enemigo esté a tiro de piedra. Los soldados hispanos tampoco muestran signo de nerviosismo, y aguardan con la pica en vertical o el arcabuz apoyado en el suelo. Los holandeses continúan con su marcha y cuando están a unos treinta pasos, el maestre da la señal al tambor mayor, que a su vez la pasa sonoramente a la tropa. De pronto de las miles de gargantas nace un sonido atronador: Santiago, cierra España. Es el grito de guerra español que hiela la sangre de los rebeldes. Un grito que se escucharía durante siglos en los viejos caminos de Europa, para humillación de naciones y pueblos enteros.

El tercio entra en combate, como mandan las ordenanzas a tres picas del enemigo. Los soldados ven como los holandeses cierran filas al ver como las unidades españoles marchan hacia ellos con las picas caladas. "Picas" y éstas se dirigen hacia los cuerpos del enemigo. Sonidos de espadas, gritos, espantos, alaridos, vocerío, sangre y muerte. El choque es de impacto pero los españoles lejos de haber terminado su trabajo, comienzan una segunda carga. Esta vez, le corresponde a los arcabuceros. Éstos en ocasiones dejan sus armas en el suelo, y tratan de clavar sus espadas en todo bicho viviente. El empuje español es absoluto y los holandeses empiezan a ceder. Ya no gritan tanto, y si lo hacen es por miedo o desesperación. De pronto, un disparo de un arcabucero alcanza al coronel rebelde y una bandera le es arrebatada a un tipo rubio que jura en arameo antes de que le corten la yugular. Los españoles aúllan de placer y arrecian los gritos a España y a Santiago. La resistencia holandesa está cediendo definitivamente y comienzan a huir en desbandadas. Tratan de ganar el bosque del que vinieron tan flamencos. Pero la suerte está echada cuando escuchan los viejos soldados de los tercios, el toque a degüello ordenado por el maestre de campo. Como animales heridos, como fieras diabólicas persiguen a los holandeses para darles muerte. No atienden a peticiones de piedad y poco a poco los aceros de Toledo van haciendo con precisión absoluta su trabajo. Al fin los soldados se han calentado, aunque fuera degollando herejes en esa tierra triste y hostil. Al final de la jornada, los españoles han tenido pocas bajas, pero son muy pocos los holandeses que han podido escapar con vida de la batalla. La bandera roja de San Andrés sobre paño blanco ondea orgullosa en la rendida villa.
 
Soldados inmortales
 
Las victorias españolas de Ceriñola (1503), Orán (1509). Bicocca (1522), Pavía (1525), Mühlberg (1547), San Quintín (1557), Gravelinas (1558). Gemmingen (1568), Lepanto (1571), Mock (1574), Maastricht (1579), Amberes (1585), Ostende (1604), Breda (1625), Nördlingen (1634) dieron a los tercios españoles la vitola de invencibles, Los tercios combatieron en África, Italia, Europa central, en el mediterráneo, e incluso muchos de esos valerosos soldados buscaron fortuna y aventuras en el nuevo mundo. España creó una maquinaria de guerra que hiciera frente a los numerosos enemigos que su posición como primera potencia mundial le había granjeado. La fama de soldados invencibles hizo que ingleses y holandeses cambiaran sus tácticas en alta mar, para que nunca se llegara en combate al cuerpo a cuerpo, donde los españoles eran muy diestros con la espada y el arcabuz. De hecho, los ingleses nunca pudieron derrotar a la fiel infantería española en un campo de batalla. Sus acciones, su legendaria forma de pelear y de derrotar a enemigos muy superiores les han convertido, por derecho propio en soldados inmortales.

A pesar de los múltiples escenarios donde triunfaron con sus armas, fue en Flandes donde los tercios adquirieron ese carácter legendario e invencible al que he aludido en líneas anteriores. Nuestros soldados tuvieron que mantener a sangre y fuego los territorios que los Austrias se negaban a ceder a los flamencos. A diferencia de los reinos de las Dos Sicilias y de otras partes de Italia bajo dominación española, los flamencos tenían poco que ver con esos mediterráneos que aceptaban de mayor o menor grado pertenecer a la corona española. En Flandes, las cosas eran diferentes. No solamente por el componente cultural, sino también por el religioso. Porque las guerras de Flandes llevaron a un profundo resentimiento contra todo aquello que oliera español. Al fin y al cabo, España, o mejor dicho sus reyes, tuvieron a bien autoproclamarse los defensores mundiales de la causa católica, en un continuo ejercicio de arrogancia, que llevaría a los tercios a luchar por intereses que no eran los más convenientes para los españoles. Y que para colmo de males, supuso el desangramiento económico de España, y en última instancia la causa de su pérdida como potencia hegemónica siglos más tarde. Sin duda, hubiera sido mucho mejor que el dinero americano se hubiese invertido en España, y no en guerras de religión en territorios donde nadie nos quería ver, en una lucha sin cuartel en el que la máxima: "poner una pica en Flandés" aludía a las dificultades que ocasionó al país durante el siglo XVII el reclutamiento y formación de buenos soldados, para enviarlos después hasta los Países Bajos.

Desgraciadamente, los austrias no supieron cortar a tiempo esta sangría que nos llevaría a la muerte, pero eso no quita que dejemos de destacar la grandeza y efectividad de los Tercios españoles. Sus tiempos de gloria estuvieron muy vinculados a los ilustres hombres que los dirigieron, y que han pasado a la historia militar española y mundial como auténticos estrategas y hombres de valor: Don Gonzalo Fernández de Córdoba conocido como "el Gran Capitán"- su principal precursor y del que me ocuparé más tarde- Don Juan de Austria, Alejandro Farnesio, Ambrosio de Spínola, Conde de Tilly, el Duque de Alba. Todos ellos supieron conducir a esos hombres formidables a la victoria, en unos territorios, recordémoslo una vez más, rodeado de enemigos sedientos de sangre española. Nuestros viejos soldados, como dejó escrito el gran Calderón de la Barca en los siguientes versos, demostraron poder con todo y con todos en aquellas tierras:

"todo lo sufren en cualquier asalto
Sólo no sufren que les hablen alto"

Pero toda aquella maquina perfecta de guerra tiene su origen en las técnicas innovadoras introducidas en el ejército español durante el siglo XVI, en cuanto a la organización de las unidades, y en el uso de las armas. Todo ello, combinado de una gran disciplina militar. Estaban encuadrados en compañías (unos 250 hombres) y cada cuatro compañías se establecía una coronelía (1000 hombres), y tres de éstas formaban el Tercio, que solía constar de unos 3000 hombres aproximadamente. Al frente se situaba un maestre de campo, establecido por nombramiento real, seguido de un sargento mayor. Cada coronelía estaba comandada por un Coronel, y las compañías estaban mandadas por los capitanes, que se encargaban de reclutar a la tropa y de formarla para el combate. Otra pieza importante era el Alférez, que debía sustituir al Capitán en caso de ausencia o enfermedad. Era el responsable de la bandera, que portaba en la batalla y en las revistas.
 
También los sargentos eran esenciales a la hora de mantener prietas a las filas, y velar que se cumplieran las órdenes recibidas por los superiores. Para la batalla, los componentes de los Tercios solían llevar un apa en le pecho o bien lazos de color rojo. También eran abundantes la cruz de borgoña- que fue usado por primera vez en la batalla de Pavía donde los españoles derrotaron a los franceses-
 
Durante el siglo XVII las guerras solían llevarse a cabo estableciendo sitios a plazas, pero era en campo abierto donde Los Tercios marcaba su supremacía. Era una fuerza de choque autónoma, de amplia autonomía y gran capacidad de maniobra y de potencia de fuego, debido a la acertada combinación entre armas blancas y de fuego. Otro dato a tener en cuenta, era el cuadro de formación cerrada, llamado escuadrón de picas, en el que los piqueros- con lanzas que superaban los 4 metros- formaban una barrera infranqueable, tras la cual los arcabuceros y los mosqueteros hallaban refugio, una vez que disparaban al enemigo. Éstos estaban en las esquinas del cuadro dando, a su vez, protección al mismo. Los Tercios estaban apoyados por artillería y disponían en ocasiones de pequeñas unidades de caballería para proteger sus flancos. Estos Tercios, incardinados en Sicilia, Nápoles, Cerdeña, Lombardía, se concentraban previamente en Milán, donde se les equipaba con armamento y ropa para la larga campaña. Desde Milán a Flandes efectuaban el camino marchando a pie, teniendo como cuarteles de tránsito el enclave español en Francia que era el Franco Condado y los estados soberanos pero aliados a España. También tenían los Tercios un refuerzo de tropas llevado por mar, el llamado Tercio del mar, especie de infantería de marina, transportado por los galeones desde los puertos españoles de Laredo y Bilbao, hasta el puerto de Dunkerke. También era conocido como "El sacrificado" por su heroísmo.

Cuentan que la marcha de los Tercios españoles desde Italia hasta Flandes fue el mayor espectáculo del siglo XVI. De hecho, los nobles e intelectuales de la época iban en sus coches al camino para verlos pasar. El caballero Pierre de Bourdeille, señor de Bratome, escribió en su diario:
"Iban arrogantes como príncipes, y tan apuestos, que todos parecían capitanes"
En la guerra de Flandes las fuerzas españolas eran: 57.000 de infantería, 5000 caballería, 4000 artillería, 4000 gastadores, 4121 transportes, 3000 tercios de mar, total 80.000 hombres. Una fuerza considerable que habría que derrotar a los holandeses y flamencos en armas, pero también a los ejércitos de Inglaterra y Francia. El de John Morris, el de Sir Robert Dudley, conde de Leicester probaron la furia española en aquellas frías e inhóspitas tierra para vergüenza de Inglaterra.

Genio y figura

El viejo soldado, que no tenía fortuna, que ni siquiera tuvo la dicha de morir en un duelo o en combate, regresaba a España, después de un largo batallar en Italia y en Flandes. Llevaba heridas en la piel y en el corazón. Su pensión era pobre porque la ingrata patria siempre es madrastra y nunca madre, y aunque lucía orgulloso en el pecho la cruz de la orden de Santiago, su destino era bien triste. Lo único que había sacado de su vida de aventuras, había sido la dicha de haberlas vivido. En su retina todavía retenía la imagen del cuerpo desnudo de una dama napolitana a la que amó, y el color de la sangre vertida por una causa absurda. Ha matado mucho y ha visto a muchos de los suyos caer con él. Añora la camaradería de sus viejos compañeros de armas, esos con los que ha compartido la dureza de las diferentes campañas. Pero a la vuelta, se ha vuelto un hombre amargado, que se deja llevar por la nostalgia de glorias pasadas. En las tabernas apura un cuarto de vino agrio oscuro como el alma que le corroe por dentro. Mientras bebe se retuerce el bigote y se echa la mano a la empuñadura de la espada por costumbre profesional. Es un hombre valiente, que sin duda, como decía Lope de Vega, uno se siente obligado a partir la capa.

Como él, hubo muchos cuyos nombres han quedado en el olvido y que formaron parte de esas unidades que conocemos como los Tercios, que al marchar por los campos de Europa despertaban admiración, y temor en los campos de batalla. Como aquel inglés que llegó a exclamar al ver dirigirse en formación a nuestros compatriotas: "españoles, que San Jorge y el cielo nos protejan" Sería muy difícil hacer un resumen de las hazañas de esos viejos soldados, pero sin dudarlo un momento, si tuviera que destacar a alguno de ellos, me quedaría con dos de ellos, que parecen ser más personajes de novela que de la historia real: El Capitán Contreras y Juan de Urbieta. El primero nos dejó una autobiografía que terminó en tan sólo once días, en la que con un estilo directo, nos narra sus aventuras como soldado del rey en diferentes escenarios. Amigo de Lope de Vega, domina tan casi tan bien la pluma como la espada. El segundo, fue un vasco que llegó a apresar al rey francés Francisco I en la famosa batalla de Pavía. Una afrenta que le costó al monarca galo una larga estancia en España como "invitado de honor". Vidas, en cualquier caso, de hombres valientes que fueron genios y figuras hasta la sepultura.

Sergio Calle Llorens